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Venadense en el recital del Indio: Toda esta vida de más

(Lucas Paulinovich / Agencia Sin Cerco) Nadie se quedó con la sensación que esperaba tener al final. Algo pasó, aunque casi ninguno sabía qué. Jijiji fue como sacarse las ganas y se acabó. El Indio estaba en otra, todos estábamos en otra. Pero ninguno en la misma. Cuando el Indio detuvo el recital y preguntó qué estaba pasando, se prolongó un silencio expectante. Después, cuando mencionaba a los borrachines, pedía por Defensa Civil y se estiraban los intervalos entre los temas, las sensaciones se multiplicaban y se metían entre los cuerpos amuchados. “¿Qué mierda pasa?”, “Dale, Indio, dejate de joder”. Algunos puteaban y se iban para atrás. Otros esperaban de brazos cruzados o con las manos en los bolsillos, aprovechaban para apurar el encendido cómodo de un pucho. Había barro por la lluvia de todo el día. Era probable que alguien se resbalara y se cayera. Era pensable algún lastimado, pero nada fuera de lo habitual y manejable, nada que pudiera poner en alerta los pequeños operativos de la multitud para improvisar respuestas. El Indio y los músicos miraban fijo un punto abajo donde estaban ocurriendo los hechos. “Los borrachines” que venían a pudrirla, el grupito zarpado que arruinaba la fiesta. Una voz quebrada  que parecía la de Gaspar Benegas pidió angustiada que demos lugar. Todos caminamos unos pasos para atrás y esperamos. Algo pasaba, algo que merecía la asistencia de Defensa Civil. Se entrecortaban pedazos de conversaciones, frases sueltas y puteadas por los micrófonos abiertos captando ráfagas que generaban más inquietud y poco a poco iban aplacando los ánimos. “Ya no tengo ganas”, rezongó el Indio. La marea que iba a ser fuego, se helaba. Con los temas cambiados, el recital continuó. Alcanzó para que el Indio dijera dos cosas y nada más –la reivindicación de la tarea de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y la apelación a un Estado social antes que penal en relación al intento del gobierno de bajar la edad de punibilidad-. “Seguimos porque si no esto va a ser peor”, se escuchó decir al Indio. Temas tranquilos para bajar.

Desde el escenario dicen que se abren las salidas. Despacio, piden. Vamos y no se empujen ni pisoteen. El temblor no termina. Abalanzados en la multitud nos encaminamos por la puerta del fondo. Al entrar, el espacio parecía más amplio. Ahora dábamos dos pasitos y parábamos. Otros dos, y otra vez parar. Cuando logramos traspasar los paneles de madera, encontramos una concentración inmensa. Seguimos hasta donde pudimos.

—No se puede por acá —empezaron a escucharse gritos desde el océano de cabezas que se apelotonaba contra las vallas.

—No hay salida, tremenda cama nos están haciendo.

Éramos un montón de cuerpos balanceándose, apretados y con movimientos torpes. Algunos trepados a los árboles daban indicaciones, avisaban que las salidas estaban cerradas. No había señalizaciones ni seguridad para preguntarles por dónde ir. La masa de gente que venía del predio seguía saliendo y cada vez nos apretaba más contra las vallas o las paredes. Desde ahí, ni siquiera sabíamos qué era lo que nos detenía. Los gritos aumentaron. Pedían que paren, que giren. Pero la fluencia era inevitable. Los fenólicos cayeron y desde el interior del predio asomaron algunas caras ahogadas y desesperadas. Por entre los fierros de la estructura pasaban los que podían. Salir del predio no era garantía: afuera esperaba el atolladero. De a poco se logró hacer espacio para sacar a los que se desmayaban. Subida a unos hombros, una piba lloraba. La incertidumbre había ganado a esa porción del público que quedó atrapada contra un rincón. Algunos se trepaban a los techos de las casas para tomar aire. Nosotros prácticamente nos zambullimos en un árbol: era el único lugar desde donde podíamos observar la situación y respirar algo de aire descomprimido. En el centro del predio se empezó a formar un pulmón.

—Díganles que no sigan saliendo, esto va a terminar en una tragedia—, gritaba uno.

Logramos hacernos lugar y dar vuelta por el perímetro hasta la boca de salida para volver al predio. Adentro quedaban algunos sentados, esperando que se desconcentre para salir. Había más tranquilidad. Fuimos bordeando el margen que daba al terraplén de las vías buscando un hueco por donde mandarnos. Así llegamos hasta la parte trasera del escenario. Salimos con la sensación de estar abandonando una atmósfera pesada y entristecida. Sabíamos que había pasado algo, pero no teníamos la menor idea de qué era. Al alejarnos unos metros, vimos unas luces azules que se acercaban al lugar. La ceremonia devino tormenta.

Desde la tarde, las calles de Olavarría estaban repletas de peregrinos que habían pasado la noche cantando nada más que un himno. Ahora estaban ahí parados, equilibrando los pies para sostenerse. Otros grupitos se amontonaban a lo largo de las cuadras en medio de los puestos que vendían comidas, remeras, discos truchos, bebidas, banderas. Camionetas estacionadas con la tapa de la caja abierta como mostrador; tablones improvisados en la vereda; colgaduras en las ventanas; parrillas en los cordones; reposeras en las entradas y terrazas. Desde todos los rincones, suenan Los Redondos. Algunos escuchan canciones del Indio como solista. Pero lo que mayormente suena y reúne súbitamente un montón que se pone a saltar y cantar son los temas de los Redondos.

Días antes al show, las autoridades de Olavarría reclamaron a los vecinos que no se excedieran con las compras de mercadería. Pidieron que tuvieran prudencia y que fuera oportunidad para hacer una diferencia pero no para salvarse. Las casas del centro de Olavarría estaban reconvertidas en kioscos, volcadas hacia la calle, sumadas a ese ritual que palpitaba el acontecimiento musical más importante de la Argentina. Pero había algo más en el ambiente. No era solo la expectativa ni la euforia previa. Al final, lo hubo. Fue mucho más que la muerte de dos personas en un recital.

Tres ciudades llegaron a Olavarría. Todavía no sabemos nada del muerto y de lo que los medios hablarán e inventarán. Todavía no pasó nada. Sin embargo, hay algo que inquieta y perturba. En comentarios previos son varios los que paranoiquean con trampas y con los usos que se le dará al quilombo. La situación cambió y hay que cuidarse e ir tranquilos.

Alrededor de las siete de la tarde, salimos caminando hasta las vías. Las traspasamos saltando un puente de durmientes y al doblar, nos transformamos en una inmensa marea humana que ocupa de lado a lado la calle. Avanza con una decisión autónoma, miles de piernas y brazos y cabezas que forman un solo molusco que se desliza. La voz es uniforme, canciones y gritos que se hacen coro mutuamente. A medida que cruzábamos los accesos, pedazos del molusco se desprendían y formaban un apéndice que era devorado por La Colmena, el predio de 180 mil metros cuadrados alquilado por 300 mil pesos y habilitado para 200 mil personas. El intendente Ezequiel Galli puso a la Municipalidad como garante ante la convocatoria de acreedores que mantiene desde 1998. “Estamos preparados para recibir al Indio”, dijo Galli, que después del recital explicó que la situación los desbordó.

El ataque a la movilización social se despeja de legitimidades políticas, ahora es una ofensiva de la norma ante lo excesivo. “Esto sucede cuando se pasan por arriba las normas”, dijo enseguida Mauricio Macri en una urgente entrevista que le realizó Luis Majul para lanzar la nueva temporada de La Cornisa. Las referencias a “la cultura del aguante” y el “reviente” se encargan de obviar prolijamente las dimensiones vitales de esas precariedades, el momento de conjura de enojos, broncas, decepciones, frustraciones, tragos amargos que se hechizan con más tragos. Ese exceso de energía es el peligroso: se encargan de mostrarlo latente en cada posibilidad de encuentro en el espacio público. Les dejamos la ciudad y miren lo que hacen, reprochan ahora. Le dan valor a los prejuicios políticos, estigmas y criminalizaciones que no pueden hacer valer ante las otras tres movilizaciones masivas que ocuparon la semana. El secuestro del estado de ánimo necesita diversificar alborotos, bardos incontenibles, desbandes totales.

Ni bien había terminado el show, la agencia oficial Télam -que recortó la cobertura federal- concentró su atención en la Ciudad de Buenos Aires y, por lo tanto, prescindió del enviado al recital de Olavarría; afirmó que había siete muertos. Entre ellos, dos menores. El montaje sonso se armó sin demoras. Para las primeras horas estaba conformado el escenario terrorífico para las campañas de pánico que se replican desde todos los medios y redes sociales. La identificación del factor agresivo está definida, hay un desorden como acusado. Tentaron al reviente para que pierda en sus excesos. Los tipos que huelen a tigre traen la normalidad, intensifican sus políticas de descarte.

“Lo hablamos toda la semana”, sermoneó el Indio como un padre fastidiado. La vocecita mediática se regodea con cifras y causas y consecuencias por venir. Otra vez un recital de rock, buscan la excusa perfecta de tanto decirla. Pero hubo dos muertos y ni las ritualísticas cerradas ni las categorías ingeniosas, ni los consuelos para adentro tienen validez. Esta vez no es solo la pena moral por los excesos de los pibes en Time Warp. Hay otras cruces en este bosque siempre cruel. Éramos más de trescientas mil personas adentro de un corral de fenólicos. Afuera, esperaban entre cincuenta y cien mil: ningún líder feroz puede controlarlo, no hay mártires dolientes. Es así: esta vez le van a hacer pagar a él toda la puta fiesta.

Las imágenes son de pura incertidumbre y desconexión, personas perdidas, varadas que son subidos a camiones y llevados hasta cualquier pueblo cercano, incidentes en la Terminal de Ómnibus, movileros recogiendo los testimonios de los vecinos devastados por las hordas, hipótesis de especialistas explicando los distintos grados de imbecilidad y extravío del fanatismo, cálculos detallados de las ganancias del Indio. El Estado, responsable del espacio público y las vidas de los ciudadanos, se desentiende del asunto. No es árbitro para esta causa: no regula ni supervisa ni inspecciona ni controla. Ni siquiera indica las vías de evacuación, no establece postas sanitarias, no organiza los flujos de salida, no dispone de transporte

El Indio sigue siendo el mismo de siempre y a algunos ya le aburre su voz. Eso no anula la convocatoria insólita y conmovedora. Ni la agota en sí misma como argumento –de salvación o condenación. Las semanas previas había advertido sobre peligros e “intereses oscuros” esperando la pifia y la tragedia. Al Indio lo quieren arrojar a las arenas movedizas y hacerle pagar lo tonto que fue. No hay que confiar en ellos. Cuando el billete hace que baila, la mierda corre y la traición también.

Hay que cuidarse, hay que cuidarnos, otra vez la sandía le echa la culpa al empedrado. Van a venir las disciplinas moldeadas en la peor colmena para toda forma de encuentro que exprese en demasía. Alrededor del Indio están esos lazos vitales que aterran y disparan alarmas. El Indio como empresario mercenario que junta millones y se va es una imagen que intenta hacer de su figura la terminación de todo sentido e interpretación de lo que genera. Evita darle lugar a las vitalidades que se mueven. Esos otros agites solidarios, intensos, movedizos, que subyacen al aguante y el reviente como formas de inclinación suicida.

El pánico no tiene solo un efecto desmovilizador –que suprime la acción según criterios “preventivos”- sino que reconduce la expresión hacia formas controladas. El arte para las productoras de eventos. Los notables dicen que envidian a la gente común y los invitan a bailar a sus fiestas. Traen el queso viejo de la norma para adecuar emociones sociales: sin consignas, como las marchas de los docentes, la CGT o el Paro de Mujeres, el recital aparece como un rejunte de quilombo absoluto, un momento cúlmine de la falta de controles y una exégesis de la sinrazón de las personas al encontrarse. La irreflexividad que asusta, los restos de una fiesta incomprensible en primer plano.

Lo único claro es que no estuvieron las condiciones logísticas para un show de semejante envergadura y características. Y se agregan condiciones sociales y políticas: los titanes del orden viril están expectantes del error. Hay un robocop sin ley esperando para entrar en funciones. Abundan los botines políticos en juego, es una gran kermés de culpas repartidas y operaciones periodísticas montadas con antelación. Los entramados de negocios y vida democrática emergen con fatalidad. Se llevan vidas que esperaban escuchar sus canciones. Todo se precariza: los costos se reducen y se maximizan los beneficios. La Municipalidad, que está interesada en la compra de los terrenos, se había comprometido a acondicionar el predio y poner a disposición recursos humanos y materiales. De lo último que se ocupa la planificación de los eventos es de las vidas reales que asisten.

Es la preparación de ciertas condiciones para la interacción social: reglas del juego claras y previsibles. Más que un boicot, lo que hubo aparenta ser una facilitación de las condiciones y una vigilancia avivada para recoger conflictividad bruta e imponer la necesidad de la norma. Los que usan la trampa para hacer leyes y las leyes para hacer trampa, posibilitan y después ponen a funcionar su maquinaria de terror social. Los amos juegan a ser esclavos y elaboran síntesis de la expresividad vital, contraofensivas sobre la “fiesta”: trabajan en la traducción de gritos, reuniones, saltos, cantos, asados, birras-vino-fernet compartidos, la comunión, los vínculos implícitos, las energías intercambiadas sin especulación en ganancias, en lenguas del caos, los desmanes y desordenes amenazantes. Y elaboran su ser modélico según estímulos publicitarios y aptos para todo evento. Ahora, juega a primero yo y después también yo. Algo va a tronar por el dolor.

Foto: diario La Capital de Mar del Plata. Por Pablo Funes.

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