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Los moralistas: papelón mediático sobre la carta del Papa

(Página/12, por Eduardo Aliverti) Hay que tener mucha imaginación, o saber adentrarse en las intenciones de quienes la tienen, para comprender la ¿insólita? serie de equívocos, desmentidas y papelones producidos en el escenario político.
El episodio de la carta de Bergoglio merece unas consideraciones más amplias que las volcadas por quienes se vieron involucrados en el mejor bochorno de los últimos tiempos. Aquellos medios y periodistas que se defienden del papelón son los que deben fugar hacia adelante, presentándose como víctimas de internas romanas. Conviene repasar los hechos porque, a esta altura, es probable que se haya extraviado la secuencia de lo acontecido. Bergoglio manda una nota de salutación a Cristina por el 25 de Mayo. Le agrega una frase de circunstancia protocolar sobre la convivencia pacífica, el diálogo constructivo, la mutua colaboración, la solidaridad, la convivencia y la justicia. Los medios opositores locales interpretan que el subtexto de esa oración es una advertencia papal al gobierno argentino. Aparece un funcionario de ceremonial de la Santa Sede y dice que la carta es trucha, un collage artístico (vaya con la originalidad del creador) y “de muy mala leche” (vaya con el lenguaje del sacerdote, obviamente argentino, que por esos misterios de la vida no les sonó curioso a los cráneos que radiografiaron la declaración). Los medios opositores, entonces, se escandalizaron porque Casa Rosada habría truchado al mismísimo Papa. El despliegue dado al tema fue impactante. Esos medios entraron en la cadena nacional que, cada tanto, o a cada rato, los muestra obsesionados con una única cuestión. Pero la cosa terminó siendo que el mismo vocero vaticano acabó por decir que no, que está bien, que la carta es efectivamente del Papa, aunque en realidad fue un telegrama, que hubo una confusión, que ya está. Los diarios impresos del viernes no llegaron a incluir la desmentida de la desmentida. No fue, sólo, que se quedaron afuera de la actualización noticiosa por diferencias de uso horario. No. Los medios y algunos de sus periodistas quedaron expuestos con lucubraciones casi payasescas, analíticamente presos de lo que fue trucho desde un principio. Más luego: ¿fue trucho por inocencia, por descuido, por apresuramiento o por provocación de los propios medios?

Que quepa un rápido apunte acerca de cuánta importancia tenía –y tiene– la noticia propiamente dicha. ¿Merece semejante batifondo una esquela papal con lenguaje de gacetilla burocrática? ¿Sí? ¿Cada palabra y cada gesto que promueva el/un Papa amerita correr detrás a como fuere? ¿Y realmente sucede que a la inmensa mayoría de la sociedad le importa eso, como para que se lo priorice hasta tal punto? Es un aspecto que el firmante reitera como nodal, empalmado con una pregunta que cree determinante: ¿cuál es la lógica de que el Gobierno hubiera querido inventar una misiva del Papa que lo cuestionara? No tiene ningún sentido. Repasemos, otra vez. Bergoglio envía una cartita que, al hablar de diálogo y convivencia, es traducida mediáticamente como crítica, hacia un oficialismo que no querría dialogar ni convivir. Inmediatamente después el escándalo no es ése, sino que la cartita era apócrifa. ¿O sea que el Gobierno se disparó a los pies consciente de que lo hacía? Impresionante. O mejor: lo impresionante es la forma en que los medios quedaron encerrados por su mismísimo apetito operativo. El invento no fue lo que inventó el cura del Vaticano. Fue inventar que el Papa se había lanzado contra Cristina y, enseguida, pretender que el problema no era esa falsedad sino, por carácter transitivo, que el Gobierno la promovió contra sí mismo. Esto acredita ser incluido en cualquier manual de periodismo, no ya como ejemplo de en qué consiste hacer una operación de prensa sino de algo más paradigmático todavía: cómo hacer para que una operación de prensa se transforme en insostenible casi al mismo tiempo de ser lanzada. El caso de la carta de Bergoglio fue el más repercutido, pero ni de lejos el exclusivo. Inventaron que José Capdevila, ex director de Asuntos Jurídicos del Ministerio de Economía y supuesto testigo clave en una de las aristas del caso Ciccone, se fue del país amenazado porque su intervención en el asunto perjudicaba a Boudou. Lo revelado es todo lo contrario: su dictamen, cuando era funcionario, fue favorable al accionar del vicepresidente en el asunto. Y también brotó como invento que al suspendido fiscal José María Campagnoli se lo aparta, con juicio político incluido, solamente por su exceso de involucramiento en una de las causas contra el empresario kirchnerista Lázaro Báez. Campagnoli ya no tenía esa causa en sus manos cuando la Procuraduría General de la Nación impulsó el jury que podría destituirlo. Por alguna razón que debería parecer obvia ahora surge que “todos somos Campagnoli”. ¿O acaso no llama la atención que el fiscal suspendido se haya presentado a la audiencia preliminar con las cámaras esperándolo, rodeado de unas decenas de manifestantes que vienen a ser lo que quedó de la masividad cacerolera, exigiendo la salvación de la república y pidiéndole que no se rinda? Si se quiere, eso es subjetivo. En cambio, las invenciones periodísticas citadas, que irrumpieron o concluyeron por desnudarse en estas horas, son objetividad, con los más y los menos que puedan tener. Es como esas escenas, explícitas o sugeridas, de tantas obras de ficción, en que un grupo de empresarios poderosos se junta con el funcionario de turno para advertirle de los peligros que acechan si persiste el rumbo que los perjudica. Y el tipo les responde, o piensa, que no están avisándole lo que puede pasar. Están comunicándole lo que van a hacer.

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